Autor: Haruki
Murakami
Traductor: Gabriel
Álvarez Martínez
Editorial: Tusquets
(colección andanzas)
1ª edición: octubre
de 2013
ISBN:
978-84-8383-744-3
314 páginas
Murakami es, seguramente, el
escritor japonés contemporáneo más conocido internacionalmente.
Su obra, mezcla de literatura
popular y de culto, con toques de realismo mágico y ciencia ficción, ha atrapado
a una gran cantidad de lectores, legiones de murakamistas, a la vez que hay otros
muchos que no soportan su atmosfera de enigmas, las introspecciones de sus
personajes ni sus típicos finales abiertos. Loado o rechazado, siempre es
leído, traducido a cuarenta idiomas y con obras que se convierten en ventas
millonarias. Confieso que pertenezco al
primer grupo, y que este año volví a esperar ese ansiado Nobel que tarde
o temprano, seguro, será el tercero en literatura que se conceda a un escritor
japonés (Yasunari Kawabata en 1968 y Kenzaburo Oe en 1994).
Murakami
nació en Kioto y creció en Kobe. Estudia teatro y cine en la Universidad de
Waseda, y entre 1974 y 1981 regenta un bar de jazz en esta ciudad. De noche,
alumbrado por una tenue luz, seguramente, escribiría sus primeras novelas.
En
1981 se dedica por completo a la literatura, escribe y traduce autores occidentales
como Scott Fitzgerald, Raymond Carver, John Irving o Truman Capote, dejando sin
duda huella en su estilismo.
A
finales de los ochenta y principios de los noventa pasa largas temporadas en
Grecia e Italia, donde dice encontrar la paz que ya no existe en Japón. Tras el
terremoto que arrasó Kobe y el atentado con gas Sarín en el metro de Tokio, vuelve
a su tierra, escribiendo nuevas novelas, algunas sin traducir todavía al español
y que, por supuesto, los murakamistas esperamos con avidez.
En
esta última obra, un narrador omnisciente nos muestra los años de peregrinación
de Tsukuru Tazaki, joven que vive tan solo pensando en morir, mientras observa
la vida ajena en las estaciones de tren. Durante meses vive como un sonámbulo,
se mueve al ritmo del reloj, al compás de sus obligaciones, “como
quien se agarra a una farola ante la acometida de un vendaval”.
La razón por la que le atrae
la muerte se debe a que sus cuatro mejores amigos de la adolescencia le
comunican que no lo quieren volver a ver ni tan siquiera a escuchar, sin
concesiones, sin explicaciones. Tsukuru no se atreve a preguntar. Lo asume y se
aparta.
Sus
amigos incluyen un color en su apellido. Akamatsu (rojo), Oumi (azul),
Shiro (blanco) y Kuro (negro). Él, en cambio, es el chico sin color, pero no
advierte que su nombre tiene un significado positivo: crear, hacer, construir… Al
acabar la carrera construirá estaciones. Deberá, también, aprender a proyectar otras
estaciones en su mente.
Como
en anteriores obras, Haruki Murakami aborda el tema de la nostalgia por las
años de juventud, la desaparición y búsqueda de seres queridos y la tensión
entre los intereses del Estado capitalista y consumista i el de los del
individuo. En este libro enlaza sus tres grandes temas: melancolía, fantástico
y social.
La
música, una vez más, tiene lugar destacado en esta obra. En el piano, Shiro
interpreta Le mal du Pays, de Liszt, autor
que ha desatado pasiones en Japón y melodía que acompaña a Tsukuro a lo largo
de toda la narración.
Personajes
enigmáticos, que nacen de la pluma de Murakami, vuelven a aparecer en este
libro. Un pianista que percibe el color de las personas y predice la muerte;
Sara, una mujer que incita a Tsukuro a que inicie su peregrinación para
enfrentarse con el pasado que no le deja avanzar. Debe volver a Nagoya, a sus
orígenes, cruzará los cielos hasta Finlandia y viajará al interior de su
conciencia, diluyendo, una vez más, la frontera entre sueño y realidad.
Tsukuru
debe subir a ese tren que ha proyectado en su mente. Tal vez lo haga. Un final
abierto, como nos tiene acostumbrados, libre de ataduras, nos puede arrastrar
como el rumor del viento hasta esa estación, y volver a saborear cada uno de
los párrafos en que Murakami ha transcrito la peregrinación del chico sin color.
Seguro que captaremos nuevas sensaciones. La profundidad de su obra se halla
entre líneas. La belleza en su narrativa.
“Tsukuro
fue tranquilizándose, cerró los ojos y poco a poco fue quedándose dormido. A
medida que se sumía en el sueño, su lucidez daba los últimos coletazos, cada
vez más fuertes, cada vez más veloces, como el último expreso del día, hasta
desaparecer engullida por la noche. Solo quedó el rumor del viento entre los
abedules.”
GRISELDA MARTIN CARPENA
11-11-2013
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