AURA
1
PERMISO DE ESCRIBIR
Hay otros mundos, pero
están en éste.
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Sin razonar, siempre he tomado como cierta esta frase atribuida
a Eugène Grindel, pero tuvieron que
pasar unas cuantas semanas y algunos hechos, para que me diera cuenta de que
tan solo creía saberlo. Con suerte, a veces las respuestas nos son dadas en su
momento oportuno. Fui afortunada y, a pesar de las contradicciones que siempre
me han acompañado y me acompañarán, a pesar de la falta de respuestas claras y
de todo lo acontecido creo que a mí también me alcanzó ese instante.
¿Quién es?, le pregunté a mi hermano, observando el
rostro de la mujer que había dibujado decenas de veces en su cuadernos. No lo
sé. Tal vez no exista, respondió.
Tan solo pasaron unos segundos cuando añadió: tal vez
siempre haya estado entre nosotros. Su nombre es Telma.
Dos días han transcurrido desde aquella conversación y,
en estas cuarenta y ocho horas, el entorno que me era habitual y cómodo, es
ahora un lugar extraño. Las personas que siempre me han acompañado y cuyas
reacciones preveía han desaparecido o bien se muestran como desconocidas.
Estoy en el piso de Odina, nuestra madre, delante de su
ordenador, sentada en su silla preferida e intentando comprimir los recuerdos
en frases, en líneas compuestas de palabras que vayan cubriendo la blanca
pantalla del ordenador, palabras que irán liberando las mariposas que
revoletean en mi mente, que retengo y que desean volar libres.
Quizás entonces comprenda.
Haré el esfuerzo de estirar el tiempo. Dilataré los días,
las horas, los segundos, como si fueran chicles de menta fresca, a veces de
fresa ácida… Lo intentaré hasta conseguir que todas las palabras surjan, tomen
un sentido y pueda ser capaz de volver a escuchar el silencio. Sin sentir
miedo.
Telma no es tan sólo el dibujo de una mujer de ojos
transparentes, es el desencadenante de un tsunami que ha cambiado nuestras
vidas. No sé si estamos inmersos en el final de su ciclo o, si por el
contrario, hemos vuelto al principio. Tampoco puedo afirmar que nuestra rutina
se haya modificado. Tal vez se nos ha borrado el maquillaje que ocultaba
nuestros rostros, que enmascaraba la verdad. Emprenderé un viaje por el tiempo,
bucearé en mi pasado y quizás allí encuentre las claves.
—No tengo tiempo,
Odina.
Es la frase que he repetido una y otra vez, hasta la
saciedad, dando por terminadas las conversaciones que mi madre intentaba establecer
conmigo. Yo sabía lo que ella deseaba, lo que desconocía eran mis propios deseos.
Tal vez quería descubrirlos por mi misma. No lo sé.
—Aura, el tiempo es
relativo.
Es la respuesta que escuché un sinfín de veces y que
nunca interpreté en profundidad. La tomaba como una de tantas frases hechas que
se lanzan al aire sin pensar. Y en estos momentos, creo que estaba muy
equivocada.
Sentada en su silla y utilizando su ordenador, me parece
volver a escuchar de nuevo su voz, repetir aquellas frases. Miro a mi alrededor
y no contesto, no hay nadie, pero me hacen un guiño las decenas de relojes que
con diferentes estilos y tamaños decoran el estudio de Odina.
—Aura, el tiempo es
relativo.
Parecen decir una y otra vez con el movimiento de sus
péndulos, de los segunderos y minuteros que recorren lentamente las esferas,
sin detenerse, sin darle turno al descanso, demostrando con su acción que el
tiempo es relativo, que nunca se agota, que siempre o nunca pueden ser
sinónimos.
Odina no está, pero aspiro su aroma que permanece impregnado
en toda la estancia. Los conos de incienso, consumidos durante años en
múltiples tarros de vidrio y cerámica, parecen haber penetrado por los poros de
las paredes, y su esencia haberse fundido con las fibras de madera que cubren
el suelo. El olor a sándalo me ayuda a sentirla muy cerca, tal vez, controlando
ese tiempo que marcan las manillas de sus relojes y que parece que dilate los
minutos, los segundos, para ayudarme a terminar este relato.
La semilla que germinó en este escrito no es mi
testimonio. Artur, mi hermano, me confió su experiencia y me ha dado permiso
para escribir. Tan sólo hace unos días, no se hubiera atrevido a proponerme el
reto de que tomara el papel de su escriba, pero nuestra realidad ha cambiado y,
yo también, “me he dado” el permiso. No han hecho falta las palabras para que
Artur capte la licencia que me he otorgado, porque nunca le he escondido
secretos, tampoco hubiera podido.
La conexión entre gemelos parece ser un hecho documentado
y, rotundamente, así ha sido en nuestro caso. Conocer los sentimientos, dudas o
anhelos de mi hermano siempre ha sido un hecho tan sencillo como el pasar las
páginas de un libro abierto. Bastaba con tenerlo cerca para saber y sentir lo
que ocurría en su mente. En mi caso, levantaba murallas intentando proteger mi
interior pero, como si fueran de cristal, se derrumbaban en mil añicos tan solo
con su mirada. Tan natural como el hecho de observar el sol cada mañana y la
luna cada atardecer, hemos vivido nuestra peculiaridad.
Artur y Odina, mi pequeña familia, sabían de mi afición
por la escritura y de la obstinada negación que he mantenido a exponer mis
escritos. También saben en estos momentos, estoy segura, que no pienso volver a esconder los relatos en el fondo del
armario, detrás de la ropa blanca.
Desde muy pequeña, he sentido una afición adictiva por
las letras. Tanto es así, que mi vida tiene una clara línea divisoria.
Recuerdo, cuando de niña paseaba por las calles y observaba como un reto
aquellos signos que existían a mi alrededor: en los rótulos de las tiendas, en
los carteles pegados en los muros, en los envoltorios de los caramelos y sobre
todo en los cuentos que mi madre nos leía al anochecer. Me desesperaba por
entender el enigma que me mostraban y aún no sabía descodificar. Un día enlacé
unas letras con otras y se me ofreció un mundo tan extenso que me transportó
más allá del tiempo y del espacio. El universo se escondía entre las páginas de
los libros, universo que para ser descubierto tan solo era preciso el gesto de
tomarlo de la biblioteca, adentrarse en su interior y el viaje empezaba. Aún
así, me licencié en ciencias exactas.
Me apasionan las matemáticas, pero si me dediqué
profesionalmente a los números y relegué la escritura a la clandestinidad, fue
para diferenciarme de mi familia, y sobre todo para sobrevivir: debía convivir
con las niñas de clase sin sentirme un bicho raro.
Pensé que los resultados exactos, fórmulas y diagramas
concretos se convertirían en las raíces que me engancharían a la tierra y, así,
me sería imposible volar al mundo de fantasía que, muy pronto, empecé a
rechazar, que me asustaba y, sobre todo, me atraía como un potente imán.
Me equivoqué.
La exactitud que buscaba en la ciencia para servirme de
refugio me mostró que también esconde misterios. Pensemos en el número Pí de
los egipcios, en el Áureo de Euclides o tan solo en un concepto incomprensible
y tan reiterativo en matemáticas como el Infinito.
O sea, que haga lo que haga, parece ser que dispongo de
una tendencia innata para volver siempre al mundo de lo etéreo, donde la
invisibilidad es tan solo un concepto, una barrera que debo superar para ser
capaz de ver, de comprender y, algún día, dejarme abrazar sin reparos por ese
mundo que esconde.
Levanto la mirada de la pantalla y no puedo evitar una
sonrisa. Dragones, sirenas, hadas y pequeños duendes de cara regordeta
comparten vivienda con la colección de relojes. Las ilustraciones inacabadas de
Odina parecen esperar su último retoque y que la caricia de su pincel cambie el
tono de sus cabellos, añada una arruga en sus vestidos y puedan convertirse en
los personajes de esos cuentos que harán soñar a niños como los que observo en
este momento tras la ventana, niños que seguramente corren sin desear alcanzar
ninguna meta, que corren por el simple placer de correr.
A los tres años, dejé de correr.
Odina me observaba y, a pesar de mi corta edad, yo era
consciente de su escrutadora mirada. Disimulaba aquel problema, ignoraba el
dolor que bajaba por mi pierna izquierda e intentaba correr junto a mi hermano.
No quería que me llevara al hospital, aquel lugar con olores desagradables
donde no existía el color. Todo era blanco: la ropa, los azulejos de las
paredes, los purés que, con desgana, comían las personas que no se movían de
sus camas, personas tristes envueltas en sábanas blancas. No quería salir de mi
casa, donde convivía con los colores cálidos de las pinturas de mi madre que
daban vida a sus dragones, hadas y sirenas. Además, tenía la absoluta
convicción de que en aquel lugar, seguro que existía una puerta secreta. Llegué
a esta conclusión el día en que una vecina anciana que nos cuidaba entró en una
clínica, le pusieron un camisón blanco, la taparon con sus feas sábanas,
también blancas y nunca más salió. No, no quería que me llevaran a un hospital
y que su puerta escondida me engullera igual que hizo con ella.
Un sábado por la mañana mientras desayunábamos, Odina nos
dijo que iríamos de excursión a un lugar fantástico. Artur se entusiasmó y,
adelantándose como siempre a lo que yo pensaba, preguntó los detalles.
—Iremos al lugar donde viven las palabras —Nos dijo
Odina.
—¿Y cómo iremos hasta ese lugar? Debe estar muy lejos,
¿verdad? ¿Volaremos en avión?
—No será necesario. Iremos en metro y, luego, daremos un
paseo por el centro de la ciudad.
Artur arrugó el ceño.
—El mes que viene volaremos en avión. No te preocupes.
Iremos a un país que aún no conocéis porque tengo que reunirme con personas que
también se pasan el día dibujando como yo, pero desde el lugar adonde iremos
hoy podréis viajar hacia cualquier rincón del mundo, a cualquier momento en el tiempo
y no os hará falta avión, coche, ni nada que lleve motor. Viajareis con el
pensamiento.
—¿Es un lugar mágico? —preguntó Artur.
—El más mágico de los que existen.
Y Odina, nos llevó a la biblioteca.
Mi hermano se pasó el día dibujando, y yo viví una de
aquellas experiencias que se quedan grabadas en la mente con tinta permanente,
imborrable a pesar de las inclemencias del paso del tiempo. Los recuerdos se
reciclan y dejan espacio a otros nuevos, pero aquel no desapareció por mucho
que otros momentos intentaran apartarlo. La escena que me ofreció la visión de
la biblioteca, con su infinidad de letras cobijadas en millares de libros que
cubrían las paredes y que se extendían por un espacio que me pareció
interminable, fue un primer contacto con la magia.
Mientras Artur dibujada, y yo me sumergía en las letras
de aquel mundo de aparente silencio, Odina se enfrascó en la lectura de unos
libros que le aconsejó una mujer pequeñita, con gruesos lentes, una voz que era
un susurro y que parecía conocer el contenido de todos los volúmenes que
habitaban en el lugar donde vivían las palabras. Luego, con el paso del tiempo,
supe lo que mi madre buscaba.
Quería saber el motivo de mi cojera.
No solíamos ir al médico, tan solo para las vacunas de
rigor y alguna revisión esporádica a la que nuestra madre nos llevaba, supongo
que para evitar que la tacharan de descuidada. Según Odina, el mejor preventivo
para mantener la salud era la alimentación saludable, el ejercicio y la ilusión
por vivir. Seguramente llevaba razón, pero hay que reconocer que tuvo suerte,
al menos, durante los primeros años de nuestra infancia, porque tanto mi
hermano como yo crecimos con una salud a prueba de virus y bacterias. No
recuerdo haber pasado en toda mi vida ni unas simples anginas. La imagen de los
niños de la escuela, siempre moqueando, me provocaba tal curiosidad que los
imitaba pegándome en los surcos nasales una masa viscosa que vendían en el
quiosco de la esquina.
Por ello, cuando mi salud se quebró como una frágil caña
reseca, quiso, al principio, averiguar por ella misma cual podía ser el
problema y, desde luego que, lo consiguió. Después de una tarde maravillosa en
el lugar donde vivían las palabras, Odina me puso en su falda, me abrazó
fuertemente y escuché como susurraba: mi ángel de alas rotas.
Fuimos a la consulta de un traumatólogo infantil, donde
un señor con bigote sonreía mientras movía mis caderas y me provocaba un dolor
insoportable. Supongo que aquella felicidad que irradiaba a borbotones no era
por el hecho de torturarme, sino la respuesta ante el hechizo que sufrió al
conocer a mi madre. Una bella mujer que entra en su consulta con el diagnostico
hecho, tan solo tras haberse pasado una tarde en la biblioteca municipal, desde
luego, no fomenta la indiferencia.
Tras de una serie de radiografías, se confirmó la
sospecha de Odina y del señor del mostacho. Se me rompían solas las caderas, y
ese problema que me afectaba llevaba el nombre del médico extranjero que
estudió la enfermedad. No sé que manía tienen los médicos en ponerle su nombre
y apellidos a algo tan odioso como a una dolencia, pero supongo que todos
queremos trascender en el tiempo, cada uno en su campo y a su manera, y los
médicos no pueden escoger otros temas.
Ante la etiqueta de mi problema, los expertos plantearon
dos soluciones: pasar por el quirófano y asumir todos los riesgos asociados a
la anestesia y posibles hemorragias o bien mantenerme en reposo y con aparatos
ortopédicos durante dos largos años. Odina tenía la palabra y, como ya había
estudiado las ventajas y desventajas de ambos casos, optó por la segunda
elección.
Aquella inmovilidad impuesta no estuvo carente de efectos
secundarios. Me imposibilitó montar en bicicleta, patinar e incluso saltar a la
cuerda, actividades a las que mis compañeras de colegio se entregaban con total
entusiasmo. Por el contrario, me sumergí en aquel mundo mágico de las letras y
en las ilustraciones con que Odina ocupaba la casa. Fui feliz en aquel momento.
Tuve suficiente.
Los problemas surgieron cuando, liberada de los hierros
que mantenían mis piernas en la posición correcta, tuve que convivir con unas
niñas que hablaban otro lenguaje.
El mundo de la fantasía se convirtió en un inconveniente.
Aprendí poco a poco a disimular. Fue cuestión de supervivencia.
Artur nunca abandono la pintura. Acabó la carrera de
bellas artes y se especializó en interiorismo. Las casas y los colores son su
pasión. Cada año, dedica un mes a lo que él llama su escapada. Toma el coche y, sin rumbo fijo, se pierde por
carreteras desiertas. Pinta y fotografía rincones, capta nuevas tonalidades y
texturas que luego aplica en el trabajo. Otras
veces, hace girar el globo terráqueo, con los ojos cerrados deja que su dedo
índice señale un lugar y allí se dirige.
Cuando nos avisa de que regresa de un viaje, como en un
ritual, mi madre y yo nos dirigimos a su casa. lo esperamos y, una vez juntos,
observamos los paisajes y las sensaciones que sabe reflejar con sumo detalle en
el papel. Nos comenta los rincones descubiertos y las ideas que le han
sugerido. Los dibujos de la escapada
los guarda en una carpeta azul.
Este último otoño, cuatro de noviembre por la mañana,
llegué a su casa. Artur había cambiado. La sonrisa y aquella aureola de
desenfado, que siempre lo acompaña, parecía estar envuelta por una neblina de
dudas. Se dirigió al baño y esperé en la sala. Odina se retrasaba. La carpeta
azul con los dibujos, estaba encima de la mesa de madera vieja. No podía
apartar la vista de ella. Al principio, intenté no sucumbir a la curiosidad y
romper por primera vez el pacto, pacto que no estaba escrito. La carpeta azul
se abría delante de los tres.
Escuché el sonido del agua de la ducha. Pronto saldría
del cuarto de baño y en cuanto llegara Odina nos mostraría los rincones que había
visitado, los dibujos, pero aquel día no pude resistirme a la tentación.
Me levanté y tomé la carpeta. Contuve el aliento, suspiré
hondo, conté hasta diez y volví a depositarla en su lugar. Me dirigí a la
cocina, pues pensé que un té desteinado con sabor a frambuesa y limón me
calmaría la impaciencia y, además, ganaría un poco de tiempo.
Me volví a sentar en el futón blanco, intentando
encontrar una postura cómoda en aquellos muebles de diseño que tanto le gustaban
a mi hermano y tenían de funcional lo que yo de aventurera. Casi lo conseguí,
hasta que la pierna izquierda empezó a dolerme, recordándome las limitaciones
con las que tenía que convivir. Aquellos dos años de aislamiento no habían
servido para nada, pensé una vez más. Una falta de congruencia articular me
provocaba un dolor que no quería aceptar, pero que se empeñaba en recordarme
sin cesar que alguna cosa tenía que hacer. Enfadada conmigo misma, tomé la taza
y, con rabia, bebí un trago de la supuesta infusión relajante. Se me abrasó la
boca.
Seguramente quise compensar el dolor de la pierna y, en
aquel momento, también el de la lengua, dándome una satisfacción. Me levanté.
Fui hasta la mesa y tomé la carpeta azul. La tentación pudo con el protocolo y
los pactos, y como si fuera una niña traviesa que espía en la cómoda de sus
padres buscando un posible secreto, con ligero temblor en las manos, me dispuse
a abrir la carpeta sin esperar a mi hermano y a Odina. Contemplaría los dibujos
que Artur traía de su nuevo viaje. No se enfadaría si por una vez rompía el
pacto, pensé, era su hermana preferida. De hecho, era su única hermana y
gemela, aunque fuéramos tan diferentes como el fuego y la brisa.
Le ofrecí al momento una pausa. Ya que después de muchos
años iba a romper las reglas, me propuse saborear el instante. Con la carpeta
entre los brazos, como si fuera un bebé recién nacido, eché un vistazo al salón
de Artur, buscando un buen lugar y sobre todo cómodo, donde cometer la
fechoría. Pasaría de los sofás a ras de suelo, mejor sentarse en una de las
sillas del comedor. Eran transparentes y duras, pero mejor sería eso que
sentarse en aquellos sillones japoneses que cuando quieres levantarte has de
reunir la fuerza de un Titán.
Puse la carpeta encima de la mesa del comedor. Sorbí el
té que ya estaba tibio y pude degustar el sabor a cítricos, cuyo contacto con
mis papilas gustativas me hacía evocar siempre la misma curiosa imagen: una
niña con trenzas, falda corta plisada y calcetines hasta la rodilla que saltaba
a la cuerda con tal concentración que parecía más que un juego una prueba
trascendental en la que le fuera la vida. Sonreí ante lo incongruente que suele
ser a menudo el pensamiento, pues era una escena jamás vivida. Me concentraría
en los paisajes que estaba a punto de descubrir.
Pero no había ningún paisaje.
Durante unos segundos, la extrañeza me dejó estática como
las estatua que se exhiben en los museos. Al momento, una sensación vertiginosa
me obligó a sujetarme de la mesa. La imagen que tenía delante, parecía tener el
poder de aspirarme con la fuerza de un huracán que te arrastra y al que no
puedes ofrecer ninguna resistencia.
Entre las láminas, esperaba encontrar campiñas de
ensueño, bosques dormidos, lagos metálicos, ilustraciones que me ofrecían cada
año la posibilidad de soñar sin salir de casa, sin subir en aviones que me producían
pánico o en coches que me hacían sentir en su interior una mujer pequeña,
indefensa y lo peor: perdida.
Pero no, no había dibujado ni un solo paisaje. Todas las
ilustraciones que guardaba en la carpeta azul eran representaciones de la misma
imagen.
En blanco y negro, en color y en diferentes perfiles,
todos los dibujos representaban lo mismo: El rostro de una bella y enigmática
mujer.
Unos ojos trasparentes de color indefinido parecían
observarme con atención. Me invitaban a mirar a través de sus pupilas, donde
por un instante casi pude descubrir las mías, las de Artur, las de cualquier
persona que estuviera decidida a dar un paso hacía el abismo. Y me asusté.
—¿Estás bien?
Aparté las manos de la cara y me giré hacia Artur que,
con el cabello aún mojado, me miró con una sonrisa nostálgica. Con un gesto, le
respondí que sí.
—¿No has podido esperar a que te mostrara los dibujos ni
a que viniera Odina?
Se tumbó en el futón blanco, mirando por los ventanales
del salón.
—Pero… ¿Quién es?
—No lo sé… Tal vez no exista.
Me miró durante un instante y aclaró.
—Tal vez siempre haya estado entre nosotros.
Y como tantas veces, respondió a la pregunta que tenía en
la mente.
—Su nombre es Telma.
Griselda Martín Carpena
MADLAM
Asiento registral 02/2013/4331
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