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domingo, 6 de julio de 2014

MADLAM ( 1 Permiso de escribir)


AURA

1

PERMISO DE ESCRIBIR





             Hay otros mundos, pero están en éste.


            Sin razonar, siempre he tomado como cierta esta frase atribuida a  Eugène Grindel, pero tuvieron que pasar unas cuantas semanas y algunos hechos, para que me diera cuenta de que tan solo creía saberlo. Con suerte, a veces las respuestas nos son dadas en su momento oportuno. Fui afortunada y, a pesar de las contradicciones que siempre me han acompañado y me acompañarán, a pesar de la falta de respuestas claras y de todo lo acontecido creo que a mí también me alcanzó ese instante.

            ¿Quién es?, le pregunté a mi hermano, observando el rostro de la mujer que había dibujado decenas de veces en su cuadernos. No lo sé. Tal vez no exista, respondió.

            Tan solo pasaron unos segundos cuando añadió: tal vez siempre haya estado entre nosotros. Su nombre es Telma.
        
            Dos días han transcurrido desde aquella conversación y, en estas cuarenta y ocho horas, el entorno que me era habitual y cómodo, es ahora un lugar extraño. Las personas que siempre me han acompañado y cuyas reacciones preveía han desaparecido o bien se muestran como desconocidas.

            Estoy en el piso de Odina, nuestra madre, delante de su ordenador, sentada en su silla preferida e intentando comprimir los recuerdos en frases, en líneas compuestas de palabras que vayan cubriendo la blanca pantalla del ordenador, palabras que irán liberando las mariposas que revoletean en mi mente, que retengo y que desean volar libres.
            Quizás entonces comprenda.

            Haré el esfuerzo de estirar el tiempo. Dilataré los días, las horas, los segundos, como si fueran chicles de menta fresca, a veces de fresa ácida… Lo intentaré hasta conseguir que todas las palabras surjan, tomen un sentido y pueda ser capaz de volver a escuchar el silencio. Sin sentir miedo.

            Telma no es tan sólo el dibujo de una mujer de ojos transparentes, es el desencadenante de un tsunami que ha cambiado nuestras vidas. No sé si estamos inmersos en el final de su ciclo o, si por el contrario, hemos vuelto al principio. Tampoco puedo afirmar que nuestra rutina se haya modificado. Tal vez se nos ha borrado el maquillaje que ocultaba nuestros rostros, que enmascaraba la verdad. Emprenderé un viaje por el tiempo, bucearé en mi pasado y quizás allí encuentre las claves.

            —No tengo tiempo, Odina.

            Es la frase que he repetido una y otra vez, hasta la saciedad, dando por terminadas las conversaciones que mi madre intentaba establecer conmigo. Yo sabía lo que ella deseaba, lo que desconocía eran mis propios deseos. Tal vez quería descubrirlos por mi misma. No lo sé. 

            —Aura, el tiempo es relativo.

            Es la respuesta que escuché un sinfín de veces y que nunca interpreté en profundidad. La tomaba como una de tantas frases hechas que se lanzan al aire sin pensar. Y en estos momentos, creo que estaba muy equivocada.

            Sentada en su silla y utilizando su ordenador, me parece volver a escuchar de nuevo su voz, repetir aquellas frases. Miro a mi alrededor y no contesto, no hay nadie, pero me hacen un guiño las decenas de relojes que con diferentes estilos y tamaños decoran el estudio de Odina.

            —Aura, el tiempo es relativo.




            Parecen decir una y otra vez con el movimiento de sus péndulos, de los segunderos y minuteros que recorren lentamente las esferas, sin detenerse, sin darle turno al descanso, demostrando con su acción que el tiempo es relativo, que nunca se agota, que siempre o nunca pueden ser sinónimos.

            Odina no está, pero aspiro su aroma que permanece impregnado en toda la estancia. Los conos de incienso, consumidos durante años en múltiples tarros de vidrio y cerámica, parecen haber penetrado por los poros de las paredes, y su esencia haberse fundido con las fibras de madera que cubren el suelo. El olor a sándalo me ayuda a sentirla muy cerca, tal vez, controlando ese tiempo que marcan las manillas de sus relojes y que parece que dilate los minutos, los segundos, para ayudarme a terminar este relato.
                    
            La semilla que germinó en este escrito no es mi testimonio. Artur, mi hermano, me confió su experiencia y me ha dado permiso para escribir. Tan sólo hace unos días, no se hubiera atrevido a proponerme el reto de que tomara el papel de su escriba, pero nuestra realidad ha cambiado y, yo también, “me he dado” el permiso. No han hecho falta las palabras para que Artur capte la licencia que me he otorgado, porque nunca le he escondido secretos, tampoco hubiera podido.

            La conexión entre gemelos parece ser un hecho documentado y, rotundamente, así ha sido en nuestro caso. Conocer los sentimientos, dudas o anhelos de mi hermano siempre ha sido un hecho tan sencillo como el pasar las páginas de un libro abierto. Bastaba con tenerlo cerca para saber y sentir lo que ocurría en su mente. En mi caso, levantaba murallas intentando proteger mi interior pero, como si fueran de cristal, se derrumbaban en mil añicos tan solo con su mirada. Tan natural como el hecho de observar el sol cada mañana y la luna cada atardecer, hemos vivido nuestra peculiaridad.



            Artur y Odina, mi pequeña familia, sabían de mi afición por la escritura y de la obstinada negación que he mantenido a exponer mis escritos. También saben en estos momentos, estoy segura, que no pienso volver  a esconder los relatos en el fondo del armario, detrás de la ropa blanca.

            Desde muy pequeña, he sentido una afición adictiva por las letras. Tanto es así, que mi vida tiene una clara línea divisoria. Recuerdo, cuando de niña paseaba por las calles y observaba como un reto aquellos signos que existían a mi alrededor: en los rótulos de las tiendas, en los carteles pegados en los muros, en los envoltorios de los caramelos y sobre todo en los cuentos que mi madre nos leía al anochecer. Me desesperaba por entender el enigma que me mostraban y aún no sabía descodificar. Un día enlacé unas letras con otras y se me ofreció un mundo tan extenso que me transportó más allá del tiempo y del espacio. El universo se escondía entre las páginas de los libros, universo que para ser descubierto tan solo era preciso el gesto de tomarlo de la biblioteca, adentrarse en su interior y el viaje empezaba. Aún así, me licencié en ciencias exactas.

            Me apasionan las matemáticas, pero si me dediqué profesionalmente a los números y relegué la escritura a la clandestinidad, fue para diferenciarme de mi familia, y sobre todo para sobrevivir: debía convivir con las niñas de clase sin sentirme un bicho raro.

            Pensé que los resultados exactos, fórmulas y diagramas concretos se convertirían en las raíces que me engancharían a la tierra y, así, me sería imposible volar al mundo de fantasía que, muy pronto, empecé a rechazar, que me asustaba y, sobre todo, me atraía como un potente imán.
            Me equivoqué.

            La exactitud que buscaba en la ciencia para servirme de refugio me mostró que también esconde misterios. Pensemos en el número Pí de los egipcios, en el Áureo de Euclides o tan solo en un concepto incomprensible y tan reiterativo en matemáticas como el Infinito.

            O sea, que haga lo que haga, parece ser que dispongo de una tendencia innata para volver siempre al mundo de lo etéreo, donde la invisibilidad es tan solo un concepto, una barrera que debo superar para ser capaz de ver, de comprender y, algún día, dejarme abrazar sin reparos por ese mundo que esconde.




            Levanto la mirada de la pantalla y no puedo evitar una sonrisa. Dragones, sirenas, hadas y pequeños duendes de cara regordeta comparten vivienda con la colección de relojes. Las ilustraciones inacabadas de Odina parecen esperar su último retoque y que la caricia de su pincel cambie el tono de sus cabellos, añada una arruga en sus vestidos y puedan convertirse en los personajes de esos cuentos que harán soñar a niños como los que observo en este momento tras la ventana, niños que seguramente corren sin desear alcanzar ninguna meta, que corren por el simple placer de correr.  
            A los tres años, dejé de correr.

            Odina me observaba y, a pesar de mi corta edad, yo era consciente de su escrutadora mirada. Disimulaba aquel problema, ignoraba el dolor que bajaba por mi pierna izquierda e intentaba correr junto a mi hermano. No quería que me llevara al hospital, aquel lugar con olores desagradables donde no existía el color. Todo era blanco: la ropa, los azulejos de las paredes, los purés que, con desgana, comían las personas que no se movían de sus camas, personas tristes envueltas en sábanas blancas. No quería salir de mi casa, donde convivía con los colores cálidos de las pinturas de mi madre que daban vida a sus dragones, hadas y sirenas. Además, tenía la absoluta convicción de que en aquel lugar, seguro que existía una puerta secreta. Llegué a esta conclusión el día en que una vecina anciana que nos cuidaba entró en una clínica, le pusieron un camisón blanco, la taparon con sus feas sábanas, también blancas y nunca más salió. No, no quería que me llevaran a un hospital y que su puerta escondida me engullera igual que hizo con ella.

            Un sábado por la mañana mientras desayunábamos, Odina nos dijo que iríamos de excursión a un lugar fantástico. Artur se entusiasmó y, adelantándose como siempre a lo que yo pensaba, preguntó los detalles.

            —Iremos al lugar donde viven las palabras —Nos dijo Odina.
            —¿Y cómo iremos hasta ese lugar? Debe estar muy lejos, ¿verdad? ¿Volaremos en avión?
            —No será necesario. Iremos en metro y, luego, daremos un paseo por el centro de la ciudad.
            Artur arrugó el ceño.
            —El mes que viene volaremos en avión. No te preocupes. Iremos a un país que aún no conocéis porque tengo que reunirme con personas que también se pasan el día dibujando como yo, pero desde el lugar adonde iremos hoy podréis viajar hacia cualquier rincón del mundo, a cualquier momento en el tiempo y no os hará falta avión, coche, ni nada que lleve motor. Viajareis con el pensamiento.
            —¿Es un lugar mágico? —preguntó Artur.
            —El más mágico de los que existen.
            Y Odina, nos llevó a la biblioteca.


            Mi hermano se pasó el día dibujando, y yo viví una de aquellas experiencias que se quedan grabadas en la mente con tinta permanente, imborrable a pesar de las inclemencias del paso del tiempo. Los recuerdos se reciclan y dejan espacio a otros nuevos, pero aquel no desapareció por mucho que otros momentos intentaran apartarlo. La escena que me ofreció la visión de la biblioteca, con su infinidad de letras cobijadas en millares de libros que cubrían las paredes y que se extendían por un espacio que me pareció interminable, fue un primer contacto con la magia.

            Mientras Artur dibujada, y yo me sumergía en las letras de aquel mundo de aparente silencio, Odina se enfrascó en la lectura de unos libros que le aconsejó una mujer pequeñita, con gruesos lentes, una voz que era un susurro y que parecía conocer el contenido de todos los volúmenes que habitaban en el lugar donde vivían las palabras. Luego, con el paso del tiempo, supe lo que mi madre buscaba.
            Quería saber el motivo de mi cojera.

            No solíamos ir al médico, tan solo para las vacunas de rigor y alguna revisión esporádica a la que nuestra madre nos llevaba, supongo que para evitar que la tacharan de descuidada. Según Odina, el mejor preventivo para mantener la salud era la alimentación saludable, el ejercicio y la ilusión por vivir. Seguramente llevaba razón, pero hay que reconocer que tuvo suerte, al menos, durante los primeros años de nuestra infancia, porque tanto mi hermano como yo crecimos con una salud a prueba de virus y bacterias. No recuerdo haber pasado en toda mi vida ni unas simples anginas. La imagen de los niños de la escuela, siempre moqueando, me provocaba tal curiosidad que los imitaba pegándome en los surcos nasales una masa viscosa que vendían en el quiosco de la esquina.

            Por ello, cuando mi salud se quebró como una frágil caña reseca, quiso, al principio, averiguar por ella misma cual podía ser el problema y, desde luego que, lo consiguió. Después de una tarde maravillosa en el lugar donde vivían las palabras, Odina me puso en su falda, me abrazó fuertemente y escuché como susurraba: mi ángel de alas rotas.

            Fuimos a la consulta de un traumatólogo infantil, donde un señor con bigote sonreía mientras movía mis caderas y me provocaba un dolor insoportable. Supongo que aquella felicidad que irradiaba a borbotones no era por el hecho de torturarme, sino la respuesta ante el hechizo que sufrió al conocer a mi madre. Una bella mujer que entra en su consulta con el diagnostico hecho, tan solo tras haberse pasado una tarde en la biblioteca municipal, desde luego, no fomenta la indiferencia.

            Tras de una serie de radiografías, se confirmó la sospecha de Odina y del señor del mostacho. Se me rompían solas las caderas, y ese problema que me afectaba llevaba el nombre del médico extranjero que estudió la enfermedad. No sé que manía tienen los médicos en ponerle su nombre y apellidos a algo tan odioso como a una dolencia, pero supongo que todos queremos trascender en el tiempo, cada uno en su campo y a su manera, y los médicos no pueden escoger otros temas.

            Ante la etiqueta de mi problema, los expertos plantearon dos soluciones: pasar por el quirófano y asumir todos los riesgos asociados a la anestesia y posibles hemorragias o bien mantenerme en reposo y con aparatos ortopédicos durante dos largos años. Odina tenía la palabra y, como ya había estudiado las ventajas y desventajas de ambos casos, optó por la segunda elección.

            Aquella inmovilidad impuesta no estuvo carente de efectos secundarios. Me imposibilitó montar en bicicleta, patinar e incluso saltar a la cuerda, actividades a las que mis compañeras de colegio se entregaban con total entusiasmo. Por el contrario, me sumergí en aquel mundo mágico de las letras y en las ilustraciones con que Odina ocupaba la casa. Fui feliz en aquel momento. Tuve suficiente.
            Los problemas surgieron cuando, liberada de los hierros que mantenían mis piernas en la posición correcta, tuve que convivir con unas niñas que hablaban otro lenguaje.
            El mundo de la fantasía se convirtió en un inconveniente. Aprendí poco a poco a disimular. Fue cuestión de supervivencia.



            Artur nunca abandono la pintura. Acabó la carrera de bellas artes y se especializó en interiorismo. Las casas y los colores son su pasión. Cada año, dedica un mes a lo que él llama su escapada. Toma el coche y, sin rumbo fijo, se pierde por carreteras desiertas. Pinta y fotografía rincones, capta nuevas tonalidades y texturas que luego aplica en el trabajo.     Otras veces, hace girar el globo terráqueo, con los ojos cerrados deja que su dedo índice señale un lugar y allí se dirige.

            Cuando nos avisa de que regresa de un viaje, como en un ritual, mi madre y yo nos dirigimos a su casa. lo esperamos y, una vez juntos, observamos los paisajes y las sensaciones que sabe reflejar con sumo detalle en el papel. Nos comenta los rincones descubiertos y las ideas que le han sugerido. Los dibujos de la escapada los guarda en una carpeta azul.

            Este último otoño, cuatro de noviembre por la mañana, llegué a su casa. Artur había cambiado. La sonrisa y aquella aureola de desenfado, que siempre lo acompaña, parecía estar envuelta por una neblina de dudas. Se dirigió al baño y esperé en la sala. Odina se retrasaba. La carpeta azul con los dibujos, estaba encima de la mesa de madera vieja. No podía apartar la vista de ella. Al principio, intenté no sucumbir a la curiosidad y romper por primera vez el pacto, pacto que no estaba escrito. La carpeta azul se abría delante de los tres. 

            Escuché el sonido del agua de la ducha. Pronto saldría del cuarto de baño y en cuanto llegara Odina nos mostraría los rincones que había visitado, los dibujos, pero aquel día no pude resistirme a la tentación.

            Me levanté y tomé la carpeta. Contuve el aliento, suspiré hondo, conté hasta diez y volví a depositarla en su lugar. Me dirigí a la cocina, pues pensé que un té desteinado con sabor a frambuesa y limón me calmaría la impaciencia y, además, ganaría un poco de tiempo.

            Me volví a sentar en el futón blanco, intentando encontrar una postura cómoda en aquellos muebles de diseño que tanto le gustaban a mi hermano y tenían de funcional lo que yo de aventurera. Casi lo conseguí, hasta que la pierna izquierda empezó a dolerme, recordándome las limitaciones con las que tenía que convivir. Aquellos dos años de aislamiento no habían servido para nada, pensé una vez más. Una falta de congruencia articular me provocaba un dolor que no quería aceptar, pero que se empeñaba en recordarme sin cesar que alguna cosa tenía que hacer. Enfadada conmigo misma, tomé la taza y, con rabia, bebí un trago de la supuesta infusión relajante. Se me abrasó la boca.

            Seguramente quise compensar el dolor de la pierna y, en aquel momento, también el de la lengua, dándome una satisfacción. Me levanté. Fui hasta la mesa y tomé la carpeta azul. La tentación pudo con el protocolo y los pactos, y como si fuera una niña traviesa que espía en la cómoda de sus padres buscando un posible secreto, con ligero temblor en las manos, me dispuse a abrir la carpeta sin esperar a mi hermano y a Odina. Contemplaría los dibujos que Artur traía de su nuevo viaje. No se enfadaría si por una vez rompía el pacto, pensé, era su hermana preferida. De hecho, era su única hermana y gemela, aunque fuéramos tan diferentes como el fuego y la brisa.

            Le ofrecí al momento una pausa. Ya que después de muchos años iba a romper las reglas, me propuse saborear el instante. Con la carpeta entre los brazos, como si fuera un bebé recién nacido, eché un vistazo al salón de Artur, buscando un buen lugar y sobre todo cómodo, donde cometer la fechoría. Pasaría de los sofás a ras de suelo, mejor sentarse en una de las sillas del comedor. Eran transparentes y duras, pero mejor sería eso que sentarse en aquellos sillones japoneses que cuando quieres levantarte has de reunir la fuerza de un Titán.

            Puse la carpeta encima de la mesa del comedor. Sorbí el té que ya estaba tibio y pude degustar el sabor a cítricos, cuyo contacto con mis papilas gustativas me hacía evocar siempre la misma curiosa imagen: una niña con trenzas, falda corta plisada y calcetines hasta la rodilla que saltaba a la cuerda con tal concentración que parecía más que un juego una prueba trascendental en la que le fuera la vida. Sonreí ante lo incongruente que suele ser a menudo el pensamiento, pues era una escena jamás vivida. Me concentraría en los paisajes que estaba a punto de descubrir.
            Pero no había ningún paisaje.

            Durante unos segundos, la extrañeza me dejó estática como las estatua que se exhiben en los museos. Al momento, una sensación vertiginosa me obligó a sujetarme de la mesa. La imagen que tenía delante, parecía tener el poder de aspirarme con la fuerza de un huracán que te arrastra y al que no puedes ofrecer ninguna resistencia.

            Entre las láminas, esperaba encontrar campiñas de ensueño, bosques dormidos, lagos metálicos, ilustraciones que me ofrecían cada año la posibilidad de soñar sin salir de casa, sin subir en aviones que me producían pánico o en coches que me hacían sentir en su interior una mujer pequeña, indefensa y lo peor: perdida.
            Pero no, no había dibujado ni un solo paisaje. Todas las ilustraciones que guardaba en la carpeta azul eran representaciones de la misma imagen.

            En blanco y negro, en color y en diferentes perfiles, todos los dibujos representaban lo mismo: El rostro de una bella y enigmática mujer.
            Unos ojos trasparentes de color indefinido parecían observarme con atención. Me invitaban a mirar a través de sus pupilas, donde por un instante casi pude descubrir las mías, las de Artur, las de cualquier persona que estuviera decidida a dar un paso hacía el abismo. Y me asusté.


            —¿Estás bien?

            Aparté las manos de la cara y me giré hacia Artur que, con el cabello aún mojado, me miró con una sonrisa nostálgica. Con un gesto, le respondí que sí.
            —¿No has podido esperar a que te mostrara los dibujos ni a que viniera Odina?
            Se tumbó en el futón blanco, mirando por los ventanales del salón.
            —Pero… ¿Quién es?
            —No lo sé… Tal vez no exista.
            Me miró durante un instante y aclaró.
            —Tal vez siempre haya estado entre nosotros.
            Y como tantas veces, respondió a la pregunta que tenía en la mente.
            —Su nombre es Telma.



Griselda Martín Carpena

MADLAM
Asiento registral  02/2013/4331





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